Esta
novela es ya todo un clásico, y aunque carezca de originalidad comentar una
obra tan manida, son motivos personales los que me mueven a elegir este libro y
no otro. He de reconocer que soy muy fan del Principito
(como otros cien millones de personas, lo sé) y siento que le debo un respeto y
esta reseña:
El planeta siguiente estaba habitado por un bebedor. Esta visita fue muy
breve, pero sumió al principito en una gran melancolía.
-¿Qué haces ahí? —preguntó al bebedor, a quien encontró instalado en
silencio ante una colección de botellas vacías y una colección de botellas
llenas.
-Bebo —respondió el bebedor, con aire lúgubre.
-¿Por qué bebes? —preguntole el principito.
-Para olvidar —respondió el bebedor.
-¿Para olvidar qué? —inquirió el principito, que ya le compadecía.
-Para olvidar que tengo vergüenza —confesó el bebedor bajando la cabeza.
-¿Vergüenza de qué? —indagó el principito, que deseaba socorrerle.
-¡Vergüenza de beber! —terminó el bebedor, que se encerró definitivamente
en el silencio.
Y el principito se alejó, perplejo.
Las personas mayores son decididamente muy pero que muy extrañas, se
decía a sí mismo durante el viaje.
Como
se puede observar, en este fragmento el autor no hace más que reflejar el
absurdo de beber por beber, metiendo al bebedor en un estado cíclico en el que
no se sabe cómo ha entrado y del que no puede salir.
Pero,
en mi opinión, la esencia de esta obra no es esa crítica camuflada en forma de
novela infantil-juvenil, sino la valiosa lección que el zorro enseña al
Principito: una verdad universal que haría de todos nosotros, niños o adultos,
mejores personas –si supiésemos sacar partido de ella–. “Domestícame”, dijo el
zorro. Normalmente no nos planteamos nada en el momento de estrechar lazos con
alguien, aunque podamos estar más o menos predispuestos a ello. Pero hay que
reflexionar en la belleza de decir “domestícame; quiero saber más de ti y
quiero que sepas más de mí”.
“Lo
esencial es invisible a los ojos”, le dice el zorro al Principito, “no se ve
bien sino con el corazón”, y hasta ahí todos de acuerdo. Esa cita ha pasado a
la historia. Yo tengo una mochila de un bazar que tiene esa frase grabada, mal
escrita, pero la tiene. El 80% del merchandising
hace uso de esas palabras, y no les da por seguir leyendo: “el tiempo que
perdiste por tu rosa hace que tu rosa sea tan importante. […] Los hombres han
olvidado esta verdad —dijo el zorro—. Pero tú no debes olvidarla. Eres responsable para siempre de lo que has
domesticado. Eres responsable de tu rosa…” El Principito ya lo había
comprendido líneas antes, al volver a hablar con las otras rosas, aquellas que
le habían hecho sentir muy desdichado en su primer encuentro. En el
segundo, les dijo lo siguiente:
-No sois en absoluto parecidas a mi rosa: no sois nada aún —les dijo—.
Nadie os ha domesticado y no habéis domesticado a nadie. Sois como mi zorro. No
era más que un zorro semejante a cien mil otros. Pero yo le hice mi amigo y
ahora es único en el mundo.
Y las rosas se sintieron bien molestas.
-Sois bellas, pero estáis vacías —continuó—. No se puede morir por
vosotras. Sin duda que un transeúnte común creerá que mi rosa se os parece.
Pero ella sola es más importante que todas vosotras, puesto que es ella la rosa
que he regado. Puesto que es ella la rosa que abrigué con un biombo. Puesto que
es ella la rosa cuyas orugas maté (salvo las dos o tres que se hicieron
mariposas). Puesto que es ella la rosa quien escuché quejarse, o alabarse, o
aún, algunas veces, callarse. Puesto que ella es mi rosa.
Démosle
la vuelta al asunto: a lo largo de nuestra vida nos cruzamos con miles de
personas que no conocemos y que no significan nada para nosotros. Cinco mil
personas como cinco mil rosas cuales quieran. Podemos darnos los buenos días,
cruzar una mirada o simplemente pasar por su lado sin rozarles siquiera con nuestras pupilas. Cinco
mil personas que pueden desaparecer mañana mismo y no nos
enteraríamos, porque no son nada nuestro y porque realmente nos da un poco
igual. Pero cada uno de ellos, casi con toda probabilidad, está domesticado por
un enorme círculo de personas, todas interconectadas entre sí por ese epicentro,
y eso los hace únicos. Si fuésemos capaces de desarrollar al máximo la empatía
y entender esta idea tan simple, el mundo sería un lugar mejor.
Por
otra parte, como he podido observar a lo largo de mis veintidós años (y
cualquiera me daría la razón), la vida está en continuo movimiento y la gente
viene y va. Hay, quizá, gente que no da un paso adelante por miedo al fracaso
(quien más tiene, más puede perder), y de ahí que cite otro de mis fragmentos
preferidos de la novela –si no el que más–:
Así el principito domesticó al zorro. Y cuando se acercó la hora de la
partida:
-¡Ah!... —dijo el zorro—. Voy a llorar.
-Tuya es la culpa —dijo el principito—. No deseaba hacerte mal, pero
quisiste que te domesticara...
-Sí —dijo el zorro.
-¡Pero vas a llorar! —dijo el principito.
-Sí —dijo el zorro.
-Entonces, no ganas nada.
-Gano —dijo el zorro—, por el color de trigo.
“Por
el color del trigo”. Cuánta razón escondida tras un puñado de palabras. Los
buenos momentos siempre quedan con nosotros, son parte de nuestra vida. Lo más
valioso de la experiencia no es el acto en sí, que puede durar un solo segundo,
sino el recuerdo, que nos acompaña toda la vida. Y aunque una parte de nosotros
se pregunte “¿por qué se fue?”, la otra piensa “más vale haber tenido y haber
perdido, que nunca haber tenido”. Al fin y al cabo, deberíamos centrarnos en
llevar una vida que sea digna de recordar cuando seamos ancianos y nos
encontremos –aunque Borges diga lo contrario– con nuestro verdadero
‘yo’, pues somos el resultado de nuestras decisiones y experiencias. Y, volviendo al
fragmento, estoy completamente segura de que, tras la despedida, al zorro se le
dibujaría una sonrisa cada vez que veía el trigo.
A
día de hoy, siguen vendiendo esta obra como un cuento para niños, que bien
podría ser muy válido como tal, con las ilustraciones que el propio autor nos
regaló, y la ternura, curiosidad e inocencia que derrocha nuestro magnífico
protagonista. Pero aun en estas líneas que aquí he escrito, sin profundizar
demasiado, se puede comprobar que esa estética infantil es solo una fina
membrana que cubre toda una filosofía. Cierto es que el mismo Antoine de Saint-Exupéry
se dirige, en su dedicatoria, a los niños, pero al igual que dedica
el libro a su amigo León Werth cuando era niño, cabe sospechar que lo que
quiere con ello es llamar al niño que todos llevamos dentro, a aquel que se
asusta de un “simple sombrero” o que se fija en los datos que realmente
importan, en lugar de un puñado de cifras. Es el rescate de Peter
Pan, aunque sin ese miedo perderlo todo, porque al igual que “la belleza está
en los ojos de quien mira”, el mundo puede resultar un lugar maravilloso visto
por los ojos de un niño. Se nos llenan las pupilas de hipérboles, colores e
inquietudes y el morir de risa se nos antoja la mejor de las muertes. Por eso
Antoine de Saint-Exupéry crea esta magnífica obra: para decir a los adultos que
deben dejar las prisas a un lado y pararse a conocer el mundo, pararse a
domesticar a todo el que se preste.