sábado, 1 de noviembre de 2014

Un año más, Halloween.

Un año más, Halloween. La noche de los muertos vivientes, de los fantasmas, del terror... Una excusa más para vestirse de mamarracho y salir a beber, aunque coincida en martes, sin que te miren mal. Y yo, para qué mentir, soy uno más. Cada año, desde hace unos cuantos, sigo la misma rutina, y hoy no será distinto. Por la mañana toca comprar caramelos para los pequeños a los que no les dé pereza subir las cinco plantas sin ascensor hasta llegar a mi puerta. Tanto esfuerzo merece una buena recompensa: caramelos de todos los sabores de dos por cinco céntimos, que tampoco está la cosa para ir regalando ferreros rocher. Al llegar a casa, improviso algún disfraz medio cutre y después, adorno el portón con las arañitas de plástico de mi hermano pequeño y decoro las esquinas con telarañas hechas de pegamento a lo Art Attack, rodeando las terroríficas letras que forman un mensaje tentador: "Llama si te atreves". En la entrada siempre cuelgo a mi querido esqueleto, regalo de las vacaciones de 2007, cuando decidí que quería estudiar medicina decisión de la que me arrepentí meses después, todo hay que decirlo. Son mis padres los que se dedican después a vestir a mi amigo Rodolfo el esqueleto. Su atuendo no suele ir más allá de una boina de los años de juventud de mi padre, el típico fular de colores terrosos y líneas que forman perpendiculares y una pipa, propiedad de mi ya difunto abuelo, quien disfrutaba más que nadie de estas fiestas. Siempre he pensado que la única forma de hacer del terror un gozo es darle un toque de humor. No sé qué hay de divertido en sufrir pequeños infartos viendo películas de chinos de ojos blancos, espejos, maderas crujientes y muchachas escuálidas y paliduchas sin rostro. Las pocas películas de terror que he catado siempre ha sido en compañía de unos cuantos amigos y algún que otro cubata. Por eso me gusta adornar la casa y formar parte de este juego terroríficamente desternillante. Me gusta hacer que los críos se rían del miedo, de los fantasmas, vampiros, zombies y demás criaturas del género. Me gusta hacer que los críos salgan corriendo, gritando y riendo, bajando las cinco plantas que tanto esfuerzo les ha costado subir. Los más valientes se asoman después al otro lado de la esquina de las escaleras, dejándome ver una media sonrisa y una mirada pícara. Es entonces cuando salgo corriendo tras ellos con Rodolfo a cuestas. Sus gritos hacen aullar a los perros del edificio y yo me parto de la risa. A eso de las once ya no hay niños inocentes recorriendo las calles. Los que llaman a esas horas tienen edad suficiente para mirar con desdén a mi amigo esquelético y la maldad necesaria para tirarte un huevo en la puerta si, tras la exigencia de unos dulces, se llevan la terrible decepción de saber que ya se han acabado. Por eso, llegando esa hora, mis padres apagan las luces y se encierran en el salón con la tele puesta a bajo volumen y yo cojo el camino hacia la zona de botellón. Las expectativas son las mismas que cada sábado: unas risas con los colegas y el colocón justo y necesario para permitirme el lujo de hacer el tonto y decir algunas verdades sin que la culpa sea mía, sino del alcohol. Lo único que cambia esta noche es la esperanza de que alguna vampiresa con poca tela se contonee un poco delante de mí. Hay disfraces de todo tipo: zombies, brujas, fantasmas de sábana con agujeros y cadenas de plástico, hipsters vampíricos, el virus del ébola y hasta incluso algún que otro político. Los que tienen máscaras buscan a la desesperada una cañita con la que tomarse el cubata; los que llevan motosierras de juguete no saben con qué mano agarrar el vaso y los de caras blancas y/o ensangrentadas van dejando su firma por todas las personas a las que saluda con los típicos dos besos. Yo me entretengo observando a todos estos individuos, hijos de dios, y estudiando la evolución, cada vez más desgastada, de la noche. Cuando son las cinco de la mañana, el parque se mueve por oleadas, con sus caminantes dando tumbos de uno a otro lado, y sus rostros muestran una amalgama de colores, mezcla de tanto baile y tanto sobeteo. Los que se llevaron horas frente al espejo antes de salir por la puerta de sus casas no son ahora más que un borrón propio de Munch, que, mirándolo bien, asusta más que antes. La masa se va dispersando. La gente empieza a echar de menos la cama. Algunos tienen la suerte de no volverse solos aunque quizá la mitad de ellos descubran lo que es el verdadero terror al descubrir a la mañana siguiente quién aguarda al otro lado de la cama. Yo no me he comido una rosca, como viene siendo ya una costumbre, y el efecto del alcohol ha pasado de darme risa a darme morriña. Es hora de volver. Aunque hago el intento de despedirme, algunos de mis amigos no saben ya ni dónde están, así que me doy por vencido y pongo rumbo a casa. Por el camino me cruzo con gente ya acabada. Cualquiera diría que el apocalipsis zombie ha llegado: fantasmas zombies, vampiros zombies, zombies zombies... Todos caminan por la calle arrastrando los pies y perdiendo prendas, tridentes y cadenas, aparcando en cualquier esquina a evacuar o aprovechando cualquier recoveco para darse un homenaje. Sí, definitivamente son zombies sin instinto; zombies caducos que volverán a la vida racional después de unas horas de reposo. Cada vez va habiendo menos gente, pero ya estoy a tan solo diez minutos de mi casa. Este podría ser el comienzo de una película de miedo, pienso y sonrío. Es lo típico que se te cruza por la cabeza tal día como hoy, como cuando vuelves del cine de ver cualquier película de miedo, entras en el baño y no puedes dejar de mirar tu retaguardia a través del espejo, pero siempre con una sonrisa de "qué gracia, me podría atacar una mujer maligna y fantasmagórica de repente, qué gracia, sí, pero yo me voy de aquí cagando leches". Es una tensión que pretende ser despreocupada pero no lo consigue. Se escuchan unas risas a lo lejos: una pareja se está dando el lote dentro de un coche. A estos les queda aún fiesta para rato. Ya casi he llegado a mi casa. Justo al doblar la esquina me tropiezo con un chico con el típico delantal de carnicero cubierto de manchas rojas.
¡Joder, chaval! ¡Qué susto! le digo, y noto que él también ha tenido que sufrir ese microinfarto de película de miedo, porque sus ojos están abiertos de par en par mostrando un rostro tan inexpresivo como inquietante. Buen disfraz.
Se ha quedado paralizado y, sin cambiar el gesto, contesta:
¿Qué disfraz?