lunes, 31 de marzo de 2014

Decimoquinta reseña: El Principito - Antoine de Saint-Exupéry

            Esta novela es ya todo un clásico, y aunque carezca de originalidad comentar una obra tan manida, son motivos personales los que me mueven a elegir este libro y no otro. He de reconocer que soy muy fan del Principito (como otros cien millones de personas, lo sé) y siento que le debo un respeto y esta reseña:


             Esta conocidísima fábula, escrita por Antoine de Saint-Exupéry y publicada por vez primera en 1943, tanto en inglés como en francés, por la editorial estadounidense Reynal & Hitchcock, narra las aventuras de un niño muy curioso procedente del Asteroide B-612. El Principito es un chico bastante peculiar que, por casualidades del destino, viaja de planeta en planeta, conociendo así a personajes la mar de pintorescos, hasta que va a parar al planeta Tierra, donde observará, perplejo, el mundo de los adultos y aprenderá una valiosa lección. Evidentemente, ese andar de aquí para allá topándose con esos personajillos es una excusa del autor para hacer una crítica de tono satírico, como ya hicieron Apuleyo con El asno de oro o aquel que escribiera de El lazarillo de Tormes, solo que en este caso no es una crítica a las clases sociales, sino a caracteres específicos, personalidades concretas (el rey, el vanidoso, el bebedor, el hombre de negocios, el farolero y el geógrafo), cada uno con sus particularidades y sus sinsentidos. Este fragmento está entre mis favoritos y presenta a uno de ellos: el bebedor.

El planeta siguiente estaba habitado por un bebedor. Esta visita fue muy breve, pero sumió al principito en una gran melancolía.
-¿Qué haces ahí? —preguntó al bebedor, a quien encontró instalado en silencio ante una colección de botellas vacías y una colección de botellas llenas.
-Bebo —respondió el bebedor, con aire lúgubre.
-¿Por qué bebes? —preguntole el principito.
-Para olvidar —respondió el bebedor.
-¿Para olvidar qué? —inquirió el principito, que ya le compadecía.
-Para olvidar que tengo vergüenza —confesó el bebedor bajando la cabeza.
-¿Vergüenza de qué? —indagó el principito, que deseaba socorrerle.
-¡Vergüenza de beber! —terminó el bebedor, que se encerró definitivamente en el silencio.
Y el principito se alejó, perplejo.
Las personas mayores son decididamente muy pero que muy extrañas, se decía a sí mismo durante el viaje.

            Como se puede observar, en este fragmento el autor no hace más que reflejar el absurdo de beber por beber, metiendo al bebedor en un estado cíclico en el que no se sabe cómo ha entrado y del que no puede salir.

            Pero, en mi opinión, la esencia de esta obra no es esa crítica camuflada en forma de novela infantil-juvenil, sino la valiosa lección que el zorro enseña al Principito: una verdad universal que haría de todos nosotros, niños o adultos, mejores personas –si supiésemos sacar partido de ella–. “Domestícame”, dijo el zorro. Normalmente no nos planteamos nada en el momento de estrechar lazos con alguien, aunque podamos estar más o menos predispuestos a ello. Pero hay que reflexionar en la belleza de decir “domestícame; quiero saber más de ti y quiero que sepas más de mí”.

            “Lo esencial es invisible a los ojos”, le dice el zorro al Principito, “no se ve bien sino con el corazón”, y hasta ahí todos de acuerdo. Esa cita ha pasado a la historia. Yo tengo una mochila de un bazar que tiene esa frase grabada, mal escrita, pero la tiene. El 80% del merchandising hace uso de esas palabras, y no les da por seguir leyendo: “el tiempo que perdiste por tu rosa hace que tu rosa sea tan importante. […] Los hombres han olvidado esta verdad dijo el zorro. Pero tú no debes olvidarla. Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Eres responsable de tu rosa…” El Principito ya lo había comprendido líneas antes, al volver a hablar con las otras rosas, aquellas que le habían hecho sentir muy desdichado en su primer encuentro. En el segundo, les dijo lo siguiente:

-No sois en absoluto parecidas a mi rosa: no sois nada aún —les dijo—. Nadie os ha domesticado y no habéis domesticado a nadie. Sois como mi zorro. No era más que un zorro semejante a cien mil otros. Pero yo le hice mi amigo y ahora es único en el mundo. 

Y las rosas se sintieron bien molestas.

-Sois bellas, pero estáis vacías —continuó—. No se puede morir por vosotras. Sin duda que un transeúnte común creerá que mi rosa se os parece. Pero ella sola es más importante que todas vosotras, puesto que es ella la rosa que he regado. Puesto que es ella la rosa que abrigué con un biombo. Puesto que es ella la rosa cuyas orugas maté (salvo las dos o tres que se hicieron mariposas). Puesto que es ella la rosa quien escuché quejarse, o alabarse, o aún, algunas veces, callarse. Puesto que ella es mi rosa. 

            Démosle la vuelta al asunto: a lo largo de nuestra vida nos cruzamos con miles de personas que no conocemos y que no significan nada para nosotros. Cinco mil personas como cinco mil rosas cuales quieran. Podemos darnos los buenos días, cruzar una mirada o simplemente pasar por su lado sin rozarles siquiera con nuestras pupilas. Cinco mil personas que pueden desaparecer mañana mismo y no nos enteraríamos, porque no son nada nuestro y porque realmente nos da un poco igual. Pero cada uno de ellos, casi con toda probabilidad, está domesticado por un enorme círculo de personas, todas interconectadas entre sí por ese epicentro, y eso los hace únicos. Si fuésemos capaces de desarrollar al máximo la empatía y entender esta idea tan simple, el mundo sería un lugar mejor.

            Por otra parte, como he podido observar a lo largo de mis veintidós años (y cualquiera me daría la razón), la vida está en continuo movimiento y la gente viene y va. Hay, quizá, gente que no da un paso adelante por miedo al fracaso (quien más tiene, más puede perder), y de ahí que cite otro de mis fragmentos preferidos de la novela –si no el que más–:

Así el principito domesticó al zorro. Y cuando se acercó la hora de la partida:
-¡Ah!... —dijo el zorro—. Voy a llorar.
-Tuya es la culpa —dijo el principito—. No deseaba hacerte mal, pero quisiste que te domesticara...
-Sí —dijo el zorro.
-¡Pero vas a llorar! —dijo el principito.
-Sí —dijo el zorro.
-Entonces, no ganas nada.
-Gano —dijo el zorro—, por el color de trigo.

            “Por el color del trigo”. Cuánta razón escondida tras un puñado de palabras. Los buenos momentos siempre quedan con nosotros, son parte de nuestra vida. Lo más valioso de la experiencia no es el acto en sí, que puede durar un solo segundo, sino el recuerdo, que nos acompaña toda la vida. Y aunque una parte de nosotros se pregunte “¿por qué se fue?”, la otra piensa “más vale haber tenido y haber perdido, que nunca haber tenido”. Al fin y al cabo, deberíamos centrarnos en llevar una vida que sea digna de recordar cuando seamos ancianos y nos encontremos –aunque Borges diga lo contrario– con nuestro verdadero ‘yo’, pues somos el resultado de nuestras decisiones y experiencias. Y, volviendo al fragmento, estoy completamente segura de que, tras la despedida, al zorro se le dibujaría una sonrisa cada vez que veía el trigo.

            A día de hoy, siguen vendiendo esta obra como un cuento para niños, que bien podría ser muy válido como tal, con las ilustraciones que el propio autor nos regaló, y la ternura, curiosidad e inocencia que derrocha nuestro magnífico protagonista. Pero aun en estas líneas que aquí he escrito, sin profundizar demasiado, se puede comprobar que esa estética infantil es solo una fina membrana que cubre toda una filosofía. Cierto es que el mismo Antoine de Saint-Exupéry se dirige, en su dedicatoria, a los niños, pero al igual que dedica el libro a su amigo León Werth cuando era niño, cabe sospechar que lo que quiere con ello es llamar al niño que todos llevamos dentro, a aquel que se asusta de un “simple sombrero” o que se fija en los datos que realmente importan, en lugar de un puñado de cifras. Es el rescate de Peter Pan, aunque sin ese miedo perderlo todo, porque al igual que “la belleza está en los ojos de quien mira”, el mundo puede resultar un lugar maravilloso visto por los ojos de un niño. Se nos llenan las pupilas de hipérboles, colores e inquietudes y el morir de risa se nos antoja la mejor de las muertes. Por eso Antoine de Saint-Exupéry crea esta magnífica obra: para decir a los adultos que deben dejar las prisas a un lado y pararse a conocer el mundo, pararse a domesticar a todo el que se preste.

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