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viernes, 3 de octubre de 2014

¿Qué has hecho con mi pena? ¿De qué me duelo yo ahora?

Al igual que el imperativo es el verbo más verbo de todos los verbos, el dolor es el sentimiento más sentido de todos. Y nos encanta. Sarna con gusto no pica. Si pasamos por un mal trance, nos quejamos; y cuando remontamos, recordamos lo bajo que caímos. Y es que el dolor nunca viene solo. Dolor a secas es un zosqui sin venir a cuento. Pero hasta eso esconde algo detrás. Si nos chocamos contra una farola, pensando en el significado más superficial del dolor, no solo nos acordamos del chichón, sino también de la vergüenza del topetazo por mirar la mierda del whats app. Si lloramos por un desamor, no es un llanto como el de un niño pequeño al que se le cae el mantacao' al suelo, no. Ese llanto va repleto de buenos momentos que, por perdidos, duelen mil veces más que una mala pasada. Y, sobre todo, el dolor nos hace sentirnos vivos. O sentirnos, simplemente. Porque estoy completamente segura de que no sois conscientes en absoluto de que tenéis dos orejas. Hasta que os entra un dolor de oído. Lo mismo con los dedos de las manos, hasta que os cortáis con un papel, que no hay corte que más coraje dé que ese. Todo duele hasta que se olvida. Quiero decir: no somos siquiera conscientes de que el dolor ha desaparecido. Tienes hipo hasta que no, y no tienes ni idea de cuál fue el último ni te importa; simplemente ya no lo tienes y te supone un gran alivio cuando te das cuenta, que puede ser a la hora o puede no darse nunca. Y si os preguntara ahora mismo si sois felices, más de uno respondería sin dudarlo que sí, que por supuesto, pero pocos son los mortales que vuelven de clase o del trabajo con una sonrisa de oreja a oreja. Sin embargo, cuando algún mal nos pesa en el alma no hay quien nos saque una sonrisa sincera. 

Y es que si hoy en día no hay nada de lo que te duelas es porque no hay nada que realmente te haya tocado los centros, para bien o para mal. Lo que se traduce en ausencia, vacío, nada. La vida no se vive solo para contarlo por Facebook, pero casi. Me explico: un cruce de miradas puede durar un único segundo. Pasó y pasó. Y te puedes valer de ese único segundo durante toda una vida. De hecho, más de una vida puede nacer de ese pequeñísimo lapso de tiempo. Una vida, una historia. Yo solo quiero llegar a vieja y contar batallitas a mis bisnietos, porque eso significará que he vivido cosas dignas de contar. Y si a mis ciento veinte años me duelo de lo sucedido a mis veinte años, será porque fue algo realmente grande, bien grande por engrandecerme, bien grande por aplastarme vilmente. Y eso significaría que es parte de mí y que soy quien soy por lo que gocé, sufrí y decidí en la vida.

Unos dicen: "tus insultos me hacen más fuerte". A mí no me han hecho más fuerte, ni mucho menos, pero sí más prudente y más selectiva con mis palabras, porque sé bien el daño que pueden causar.

Unos dicen: "me partiste el corazón, mala pécora". Yo he sufrido, como la mayoría de los mortales. Pero también tengo claro que si grande fue el sufrimiento, grande fue la compensación (y no hablo de las famosas reconciliaciones; digamos, simplemente, que me valía la pena). Sé que el "no hay mal que por bien no venga" es consuelo de tontos, pero a veces es cierto, aunque en realidad tampoco me refería a eso. 

Por otro lado, siempre he pensado que el cielo está bonito con un puñado de nubes, pero cuando está cubierto por completo, te chupa la energía y te contagia esa pesadumbre gris. Dolerte de algo no está mal siempre y cuando se cumplan dos condiciones: la primera es que si te dueles del pasado, debes aprender a mantenerte en el presente (echar la vista atrás es bueno a veces, uuh, pero hasta ahí, hay que seguir adelante); la segunda es que el dolor te deje respirar; si no es así, huye. En estos casos estaríamos hablando de depresión aguda y para ello no hay consejo alguno, porque la mayoría de las veces el mismo que lo padece no sabe qué puñetas le pasa. A estos les puedo decir: el mundo está en continuo movimiento y la vida trae consigo cambios, quieras o no, para bien o para mal. Si te sientes tan pequeño que estás por debajo de la superficie, piensa que cualquier cambio es a mejor y que pronto, sin darte demasiada cuenta, comenzarás a aflorar, saldrás de ese agujero y, por fin, respirarás profundo. La mente necesitará distraerse con otras cosas y le será odiosamente difícil porque, como dije antes, nos encanta dolernos de todo, y si algo va mal, no dejamos de darle vueltas al tema, aunque sea esforzándonos en olvidarlo, haciendo, de ese modo, hincapié en su recuerdo. Encontré una imagen que refleja muy bien lo que digo.


Mi teoría es que, posiblemente, el motivo sea que nos encontramos vacíos. Solo (y digo 'solo' como si fuera jodidamente fácil) hay que encontrar eso que pueda llenarte por dentro, que se traduce en otra cosa en la que focalizar nuestra atención que no sea en el dolor interno. Y normalmente ese algo tiene nombre y apellidos (aceptémoslo, somos seres incompletos predeterminados a suplir esas carencias con otro ser, es una cuestión socio-hormonal). Llenarte de alguien es, al fin y al cabo, llenarte de ti mismo, porque si sientes que la persona en cuestión es especial, esa percepción está hablando de ti, tus gustos e inquietudes. Y llenarte de ti, de otro, de quien sea, lleva consigo llenarse los pulmones, de aire, de humo, de esperanza, de futuro, y, al fin, respirar. 

jueves, 2 de octubre de 2014

Mi primera vez






     La primera vez que fui al día de la bicicleta, mi padre montó con ilusión la sillita tras el asiento de su bici. Llevábamos diez minutos de trayecto camino al lugar de concentración cuando la cadena se salió y no hubo forma de solucionarlo. Mi padre, en su empecinamiento y cabezonería, recorrió el camino de vuelta sin bajarme de la sillita y sin dejar de repetir "tú hoy no te quedas sin el día de la bicicleta". Llegamos a casa, sacó mi pequeña bicicleta y emprendimos el camino de nuevo. A los veinte minutos, aproximadamente, llegamos al sitio, nos registramos bajo el dorsal 987, nos pusimos las camisetas y llenamos los globos que nos dieron. A la hora de empezar la vuelta ciclista, un recorrido por todo Puerto Real, mi padre me miró, tomó aire, y salió corriendo a mi lado. Yo, pequeña e inocente, pedaleaba cada vez más fuerte para llevar el ritmo del resto, sin darme cuenta de que mi padre iba al lado con la lengua fuera. Por suerte, a mitad de camino se encontró con mi hermano, que, conociendo lo ocurrido, se plantó en un punto del recorrido y nos esperó para darle su bicicleta. Al terminar la vuelta, refrescos gratis para todos y música pop. Regalaron trofeos a los más jóvenes, a los más ancianos, y a las bicicletas y disfraces más originales. Y también ocho bicicletas al azar. Ese día salimos de casa con una bicicleta y volvimos con tres.

     La primera vez que miré al cielo y vi lo que este nos ofrecía, logré contagiar a alguien mi entusiasmo por las nubes.

     La primera vez que fui a Madrid, a mis doce años, eché fotos hasta a las papeleras. Tanto es así que mi hermana reveló con dinero de su bolsillo tres carretes y cuando vio las fotos, se negó a revelar los otros diez u once que traje.

     La primera vez que dije 'basta' no fue la última.

     La primera vez que me fijé en una sonrisa ya no pude parar.

     La primera vez suspiré de bonito comprendí que solo se consigue suspirar de verdad cuando haces las cosas por primera vez.

     Por eso, cada vez que escucho "vive cada día como si fuera el último" miro hacia otro lado. Porque ya he pasado por eso, y es realmente aterrador, porque sabes perfectamente que algún día se cumplirá. Y se cumple, créeme.

     Por eso, cada vez que doy un abrazo lo hago como por vez primera. Por eso, cada vez que paseo por Cádiz descubro nubes, flores, balcones, patios, monumentos y sonrisas. Por eso alzo la vista al cielo. Por eso saco una y mil fotos desde mi ventana, dibujando el perfil de los bloques de pisos que tengo enfrente, con sus azoteas y sus antenas, y las dos palmeras que asoman detrás de uno de ellos. Por eso acaricio tu contorno tratando de memorizarlo una y otra y otra vez, contando lunares y suspiros. Porque solo se suspira de bonito cuando es tu primera vez. Ojalá todo el mundo dedicando cinco minutos a mirar al cielo, con su amalgama de colores y sus incontables texturas.

     Juguemos a ser niños por vez primera otra vez. La costumbre es el octavo pecado capital. Nos hace máquinas que recorren las calles por automatismo, sin reparar en la brisa, los aromas, los colores, las palabras, rechazando todo lo que nuestra naturaleza nos pone a nuestro alcance. Nos hacemos mayores, caminamos con prisas y con los cascos puestos, ensimismados y ajenos a un mundo al que ni siquiera queremos pertenecer. Y todo son quejas. Cuando la vida fluye por sus calles y se te ofrece por entera. Curiosidad y ganas es lo único que hace falta para descubrirla y redescubrirla cada día de nuestras vidas.



     Y cuando mires mi cuello, por favor, que sea como la primera vez.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Nunca podré salvar a todos los patos del mundo.

Lo admito: prefiero mirar hacia otro lado. Cuando me encuentro en Facebook enlaces sobre perreras que son cementerios de animales agonizantes, matanzas, personas engendros maltratando animales, patos siendo sometidos a tortuosos engollipamientos, gallinas de engorde viviendo en jaulas en las que no se pueden mover y demás monstruosidades de la humanidad, prefiero mirar hacia otro lado. Lo cual no dista mucho de aquel que le da a compartir y luego se pone a ver otro vídeo de carajazos de skaters o programas de Got Talent. Los documentales de McDonalds no van a reducir la numerosa venta de hamburguesas de un euro. Las explotaciones a trabajadores no van a hacer que el Primark ni el H&M se vea un solo día sin clientela. Y las patochadas de los políticos no va a hacer que los echen a patadas. Hace unos cuantos años, las mujeres tuvieron que ocupar puestos en grandes fábricas, lo cual supuso un gran avance en la sociedad; hoy muchas siguen en el mismo lugar, trabajando doce horas diarias por una miseria. Descubrimos la cura a muchas enfermedades: intentamos venderlas a precios desorbitados o directamente no llega al público porque "no sale a cuenta". Descubrimos la pólvora: la usamos para matarnos. El mundo sigue girando a ese ritmo tan particular suyo de un continuo dar un paso adelante y dos hacia atrás que nos lleva a destrozarnos los unos a los otros. Hay héroes entre nosotros. Los hay. Héroes que hacen cambios realmente grandes en la historia. Yo no soy ni seré uno de ellos. Estoy aquí para aportar mi granito de arena, que consiste en no asesinar a nadie, no maltratar, no robar, no joder por joder. 100 años, una vida longeva, sin matar a nadie, ¿tan jodidamente difícil es? 100 años haciendo lo que todos debemos hacer: vivir. Cada uno a lo suyo. ¿Tan difícil es morderse la lengua en lugar de insultar a cualquiera cuyo mayor error ha sido cruzarse un mal día en nuestro camino? ¿Tan difícil es vivir 100 años sin construir una bomba? ¿Sin crear un virus informático? ¿Sin poner un arma en la espalda de otra persona? ¿Sin violar a un crío? ¿Sin pegarle 35 puñaladas al de la gasolinera de al lado por unos míseros 15 euros?

Lo admito: prefiero mirar hacia otro lado. Y no necesito imágenes desagradables en Facebook para saber que el mundo apesta. Al igual que la DGT no puede conducir por mí, yo no puedo vivir y estarme quietecita por otros. Lo siento: nunca podré salvar a todos los patos del mundo.