Cuando se inventó la televisión y
descubrieron la enorme capacidad de magnetismo que traía consigo el aparato, los
más alarmistas ya auguraron una desaparición del libro que nunca llegaría. Nada
más lejos de la realidad: en el despegue comercial de la televisión en Estados
Unidos (1947-1960)[1], período durante el cual
tanto sus estaciones transmisoras como el número de aparatos se multiplicaron a
una velocidad astronómica, la cantidad de títulos de libros se duplicó, pasando
de siete mil a quince mil. Y siguió creciendo, doblando nuevamente sus cifras
en los próximos siete años, cuando la gran mayoría de los hogares contaban con
un televisor como nuevo miembro de la familia.
Lo cierto es que el libro no es ya un
simple cúmulo de celulosa y letras. El libro se ha convertido en un objeto
sagrado. Se ha mitificado de tal forma y son tantos sus seguidores que las
posibilidades de su desaparición son, se podría decir, absolutamente
inexistentes. Incluso si encontrásemos la forma de instalar un sistema en
nuestro cuerpo con el que poder descargar libros desde un pendrive y darlos, al instante, por leídos, incluso así, el libro
quedaría perenne para aquellos “puristas” que prefieren su tacto y su presencia
en una biblioteca personal. La gente se enorgullece no solo de leer libros,
sino también de tenerlos, poseerlos. Eso explica el rechazo por buena parte de
los lectores al libro electrónico. Aun sabiendo de su fácil transporte, su
capacidad de almacenaje, búsqueda, categorización, luz y, cabe también
mencionar a pesar de la violación legal que supone el gesto, posible acceso a
bajo coste o coste cero (teniendo en cuenta que cada vez son más los proyectos
de digitalización que permiten el libre acceso a libros libres ya de derechos,
por lo que hay una opción alternativa y legal al pirateo), aún queda quien se
niega a dar el paso hacia la tecnología. Así lo confesaba Fran Chaparro, buen
escritor y mejor lector, en la presentación de su opera prima Historias de la niebla (Hélade), que
tuvo lugar el pasado sábado 19 de enero en La Buhardilla, San Fernando. Él
admite su utilidad y todo cuanto nos ofrece, pero, según él, donde esté el
tacto de un libro, el olor, su forma, su diseño y maquetación, las portadas de
piel, las hojas gastadas, los nervios y todo el trabajo que podemos observar en
su forma, que se quite una simple pantalla —“pero nunca diré de esta agua no
beberé”—. Y no es que el saber ocupe lugar, pero sí necesita cierto espacio el
tesoro personal que constituyen las obras que han
marcado la vida de uno.
El libro nos regala, entonces, un doble placer: el de leerlo y poseerlo, siendo
este último a veces más intenso que el primero. El mismo Fran Chaparro
decía
que entre navidades y lo que llevamos de año, apenas unas semanas, había
comprado unos cuarenta libros y leído apenas unos quince. No cabe duda de que
su biblioteca es todo un orgullo para él, y eso sería imposible con un libro
electrónico. Raquel Córcoles, la autora de las historias de Moderna de Pueblo y Cooltureta, hizo
unas viñetas sobre el tema, con mucho humor y con toda la razón.
Pues bien, ahora que no solo ha llegado
el libro electrónico amenazando las ventas y el uso del papel, sino que, cada
vez más, la vida en general y la literatura en particular se desarrollan, en
gran parte, en las inmensidades de Internet, ahora que estamos sumergidos en la
era informática, vuelven esos rumores que hablan del fin del libro y de que la literatura
tal como hoy la conocemos comienza a tambalearse a causa de la crisis económica
y la revolución tecnológica[2].
Una vez más, están equivocados y de qué manera, pues no solo Internet no ha
hecho disminuir las ventas o el nacimiento de nuevos títulos, sino que ha sido
el lugar de gestación de una nueva era que, lejos de acabar con la literatura
que hasta hoy nos ha llegado, amplía notablemente sus horizontes. Pero ese
temor lleva a ahondar en la siguiente cuestión: ¿qué ofrece la tecnología e Internet
a la literatura?
Hoy día cualquiera que tenga acceso a Internet
puede escribir, lo que ha dado mucho que hablar. Ese “cualquiera” no dice nada
bueno de una literatura que todos querríamos que fuese “literatura de calidad”.
De esto cabe decir varias cosas. La escritura hace tiempo que dejó de ser un
fin cultural para ser una empresa, aunque a algunos les cueste admitirlo. Juan José
Millás[3]
escribió un artículo en el país acerca del “consumo cultural”, afirmando que el
propio término es una contradicción en sí misma, pues la cultura no es un
producto que se pueda consumir. “O es consumo o es cultural”, dice, pero la
realidad es bien distinta. Una editorial no quiere en su catálogo un libro
bonito pero imposible de vender. Y un servicio editorial admitirá cualquier
libro que se acerque a su línea siempre y cuando su autor pague el precio
acordado. Esto quiere decir que, gracias a la coedición, todo el que tuviera el
dinero suficiente —que no es demasiado— podría escribir, publicar y distribuir
su libro. De hecho, la gente que tiene mucho dinero —y cierta fama— no necesita
siquiera escribir, publicar ni distribuir para que haya un libro con su firma
en todos los escaparates —esto es, aquellos que cuentan con un negro literario[4],
que son profesionales que se dedican a escribir libros para otra persona, que
firmará dicho libro como si fuese suyo, algo que, aunque al lector le suene a
engaño, es legal—. Con lo cual, ese libre acceso a convertirse en uno más
dentro del panorama literario público no es exclusivo de Internet, aunque este
lo haya hecho más fácil. Por otra parte, la palabra “cualquiera”, que viene a
significar “cualquier persona, conocida o no, ya sea de origen humilde o de la
realeza, sin importar su naturaleza o habilidad”, para algunos tiene un sentido
tan peyorativo como la llamada “literatura de masas” o “literatura comercial”. Es
un pensamiento muy extendido aquel que degrada la literatura antes mencionada,
con títulos como la ya tan conocida 50
sombras de Grey, a un nivel menor que la literatura “culta”, como puede ser
la poesía, cuando lo cierto es que no se puede meter todo en el mismo saco,
pues dentro de los best-sellers encontramos obras tan dispares como Ambiciones y Reflexiones, de Belén
Esteban, o El nombre de la rosa, de
Umberto Eco. Y muchas veces se califica prejuiciosamente al best-seller como un
libro de usar y tirar, cuando muchos de nosotros hemos crecido con alguno de
ellos, con la saga Harry Potter, de J. K. Rowling. Hay, por otra parte, quien entiende
la “buena literatura”, distinguiéndola así de la “mala literatura” o “literatura
de masas”, por aquella que está escrita con verdadera pasión[5],
casi por vicio o necesidad, y no con fines económicos, pero, como bien es
sabido, querer no siempre es poder y hace falta algo más que amor para que te
salga una buena berza. Aunque lo cierto es que los mayores éxitos han sido
escritos por gusto, por casualidad, incluso. Hay casos como los de Stephen King
o Ken Follet, que tienen la fórmula de la Coca-Cola como quien dice, y se
pueden permitir el lujo de comerciar con sus obras como si fuesen acciones de
bolsa, aunque este no fuera el fin primero de sus escritos. Hay otros, como el
de J. K. Rowling[6], que comenzó su mágica
historia desde la pobreza y desesperanza, siendo casi una sintecho, y que hizo
de su libro su vía de escape, primero psicológica y después físicamente,
consiguiendo, tras varias negativas —diez fueron las editoriales que rechazaron
su ópera prima[7]—, publicar la saga que le
llevaría al éxito. Y luego están los casos como el de E. L. James[8],
que comenzó su obra por diversión y entretenimiento personal, haciendo
experimentos con personajes de otra saga, y que obtuvo como resultado un libro
mundialmente leído, a la par que criticado. Criticado por no tener el estilo
prosaico de Borges ni las entramadas historias de Agatha Christie. Una buena
cantidad de personas se han atrevido a sentenciar: “eso no es literatura”. Más
de la mitad de esas personas añadirían luego: “pero yo no lo he leído; ni loco
me leo esa cosa tan mala”. Pero lo cierto es que todo escritor que se precie
busca dos cosas: vender y trascender. Así, podríamos hacer dos grandes grupos
dentro de los best-sellers: los que venden de un tirón y luego es sustituido
por otro, y los que venden y quedan en la memoria de sus lectores, y quedarán
al paso de los años, convirtiéndose en los clásicos nacidos en los siglos XX y
XXI, lo cual dependerá del impacto que tenga un libro no en un lector, sino en
millones de ellos. Nadie tiene derecho a decidir cuál es un buen libro o cuál
no, pero, con el tiempo, las cifras y la memoria hablan por sí solas.
[1]
Gabriel Zaid, Los demasiados libros,
Debolsillo, Barcelona (2010), pp. 18 y 19.
[2] Patricio Pron, “Crisis”, El libro
tachado, Turner Publicaciones, Madrid (2014).
[3] Juan José Millás, art. “Un ataque
político a las formas de vida”, periódico El
País, 26 de diciembre de 2013.
[5]
Almudena Grandes, art. “Elogio de la Literatura”, periódico El País, 2 de junio de 2013.
[6]
“So I think it fair to say that by any conventional
measure, a mere seven years after my graduation day, I had failed on an epic
scale. An exceptionally short-lived marriage had imploded, and I was jobless, a
lone parent, and as poor as it is possible to be in modern Britain, without
being homeless. The fears that my parents had had for me, and that I had had
for myself, had both come to pass, and by every usual standard, I was the biggest
failure I knew. Now, I am not going to stand here and tell you that failure is
fun. That period of my life was a dark one, and I had no idea that there was
going to be what the press has since represented as a kind of fairy tale
resolution.” Discurso de J. K. Rowling en Harvard, 2008.
[7]
Juan Carlos de León, “Los errores de la historia de la Literatura”, Casa del Tiempo, n.º 21, julio de 2009,
Universidad Autónoma Metropolitana.
[8]
Comparación entre las sagas 50 Sombras de Grey y Crepúsculo. http://www.trilogiacincuentasombras.com/sabias-que-originalmente-cincuenta-sombras-de-grey-nacio-como-un-relato-erotico-basado-en-la-saga-crepusculo/
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