Quisiera hablar de la obra de Juan Rulfo; en particular, su libro de relatos El llano en llamas, pues, aunque no es
su ópera magna, su formato, el relato, se hace más manejable a la hora de
tratar sus textos en clase. Como toda obra hispanoamericana contemporánea,
enmarcaríamos sus textos en el cuarto curso de secundaria.
Esta
obra, una de las más importantes del autor —si bien estas no son muchas—, habla
del hombre mejicano de la Revolución, y hace una crítica social a lo largo de
los diecisiete relatos de los que consta, mostrando la realidad del hombre de a
pie y su entorno. Sus relatos parecen sacados de un patio de vecinos, de la
anécdota, pues algunas de sus historias se presentan con una naturalidad que
solo la cotidianidad del hecho puede dar, a pesar de la dureza de las mismas.
Juan
Rulfo, nacido en Méjico un 16 de mayo de 1917, fue escritor, guionista y
fotógrafo. Pasó su infancia en un pueblo pequeño, una villa rural llena de
supersticiones y durezas, y quedó huérfano de padre a la temprana edad de siete
años. A los doce años, habiendo fallecido también su madre, fue a vivir con su
abuela a Guadalajara, donde inició sus estudios. Al fallecer la abuela, quedó
en un orfanato de Guadalajara varios años, durante los cuales presenció los
violentos episodios de la rebelión cristera.
Intentó, en 1933, ingresar en la Universidad de Guadalajara, pero pronto
desistió por encontrarse esta en huelga. Con este motivo, a sus diecisiete años
marchó a Méjico. Allí, en 1938, empieza a colaborar en la revista América y, unos años más tarde, en 1942,
aparecieron publicados dos de sus cuentos en
la revista Pan, que luego formarían
parte de El llano en llamas, que se
publicaría en 1953. Dos años después, publica su más ilustre obra: Pedro Páramo. Con tan solo esas dos
obras pasó a ser considerado uno de los grandes autores de la literatura
universal, llevándole a conseguir el Premio Nacional de Literatura en Méjico
(1970) y el premio Príncipe de Asturias en España (1983). Escribió también
guiones y algún que otro cuento, así como la novela, también de gran
reconocimiento, El gallo de oro
(1963) pero, según él mismo reconoció más tarde, escribir Pedro Páramo le produjo tanto dolor que necesitó alejarse de
aquella agonía que era para él la escritura, dejándonos así, a su muerte (1986),
un breve, aunque magnífico, legado literario.
Siendo
contemporáneo a Gabriel García Márquez,
buen amigo suyo, y a Jorge Luis Borges,
quien alabó su obra diciendo que Pedro
Páramo es una de las mejores novelas, si no la mejor, de la literatura
hispanoamericana y una imprescindible de la literatura universal, Juan Rulfo ha
pasado desapercibido a los ojos de los estudiantes españoles, que no a los del
resto del mundo.
Su obra nos muestra realidades desoladoras que bien se pueden dar tanto hoy día
como hace cincuenta años; realidades de las que un adolescente de 15 o 16 años
(edad con la que se cursa 4º de ESO) debería ser consciente. La aceptación del
mundo que nos condiciona, la capacidad y el deseo de superación ante la
adversidad de una realidad que nos viene dada y la desesperanza ante un destino
inexorable son algunos de los temas que encontrarán a lo largo de los
diecisiete relatos.
Para mostrar estos rasgos, he seleccionado unos fragmentos
del relato “Es que somos muy pobres” en primer lugar, y de “Talpa” en segundo
lugar.
Es que somos muy
pobres
Aquí
todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado,
cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a
llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de
cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en
grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un
manojo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos
arrimados debajo del tejabán, viendo cómo el agua fría que caía del cielo
quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.
Y
apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que
la vaca que mi papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el
río.
El
río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy
dormido y, sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo
despertar enseguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como
si hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero después
me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue
haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño.
Cuando
me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había seguido
lloviendo sin parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía
más cerca. Se olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua
revuelta.
(…) No
acabo de saber por qué se le ocurriría a la Serpentina pasar
el río este, cuando sabía que no era el mismo río que ella conocía de a
diario. La Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo más seguro
es que ha de haber venido dormida para dejarse matar así nomás por nomás. A mí
muchas veces me tocó despertarla cuando le abría la puerta del corral porque si
no, de su cuenta, allí se hubiera estado el día entero con los ojos cerrados,
bien quieta y suspirando, como se oye suspirar a las vacas cuando duermen.
Y
aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar
al sentir que el agua pesada le golpeaba las costillas. Tal vez entonces se
asustó y trató de regresar; pero al volverse se encontró entreverada y
acalambrada entre aquella agua negra y dura como tierra corrediza. Tal vez
bramó pidiendo que le ayudaran. Bramó como sólo Dios sabe cómo.
(…) La
apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora
que mi hermana Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con muchos trabajos
había conseguido a la Serpentina, desde que era una vaquilla, para
dársela a mi hermana, con el fin de que ella tuviera un capitalito y no se
fuera a ir de piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas, las más grandes.
Según
mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y
ellas eran muy retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que
crecieron les dio por andar con hombres de lo peor, que les enseñaron cosas
malas. Ellas aprendieron pronto y entendían muy bien los chiflidos cuando las
llamaban a altas horas de la noche. Después salían hasta de día. Iban cada rato
por agua al río y a veces, cuando uno menos se lo esperaba, allí estaban en el
corral, revolcándose en el suelo, todas encueradas y cada una con un hombre
trepado encima.
Entonces
mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo; pero más
tarde ya no pudo aguantarlas más y les dio carrera para la calle. Ellas se
fueron para Ayutla o no sé para dónde; pero andan de pirujas.
Por
eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere que vaya
a resultar como sus otras dos hermanas al sentir que se quedó muy pobre viendo
la falta de su vaca, viendo que ya no va a tener con qué entretenerse mientras
le da por crecer y pueda casarse con un hombre bueno que la pueda querer para
siempre. Y eso ahora va a estar difícil. Con la vaca era distinto, pues no
hubiera faltado quien se hiciera el ánimo de casarse con ella, solo por
llevarse también aquella vaca tan bonita.
La
única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá no se
le haya ocurrido pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana
Tacha está tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere.
Mi
mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese
modo, cuando en su familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido gente
mala. Todos fueron criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y no le
cometían irreverencias a nadie. Todos fueron por el estilo. Quién sabe de dónde
les vendría a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le
da vueltas a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el pecado
de nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre. No se acuerda. Y
cada vez que piensa en ellas, llora y dice: "Que Dios las ampare a las dos".
(…) Y
Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río.
Está aquí a mi lado, con su vestido color de rosa, mirando el río desde la barranca
y sin dejar de llorar. Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el
río se hubiera metido dentro de ella.
Yo la abrazo tratando
de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más ganas. De su boca sale un
ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar
y sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a
podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de
ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a
hincharse para empezar a trabajar por su perdición.
Este relato nos habla
de una familia humilde que ha sufrido, tras la muerte de la tía Jacinta, la
pérdida de sus víveres a causa de un diluvio que ha provocado una riada,
echando a perder sus cosechas y arrasando con todo lo que estuviera a su paso,
incluida la Serpentina, la vaca que justo le había regalado el cabeza de
familia a Tacha, la hija menor.
La narración se nos da en primera persona. No se dice la
edad del narrador, ni siquiera si es menor o mayor a Tacha, de la que sí
sabemos la edad (doce años), pero, a juzgar por el vocabulario y el tono de la
narración, no debe de ser más que un niño o estar en su adolescencia más
temprana. Este hecho, la corta edad tanto del narrador como de Tacha, da
crudeza a la historia, pues ambos son realmente conscientes de su suerte, su
pérdida y su desafortunado destino.
Como
dice nada más comenzar: “Aquí todo va de mal en peor”. Aunque el texto hace
mención a la fe, es la Naturaleza y no Dios quien marca la fortuna y el destino
de los hombres. Ella te lo da y ella te lo quita. Y aunque la madre quiso
llevar a sus hijas por el buen camino, aunque “todos fueron criados bajo el
temor de Dios”, su propia naturaleza, su instinto de supervivencia, las llevó a
desviarse del camino que dicta el señor y buscar de dónde comer. Sabiéndolas
perdidas, la madre no puede sino agarrarse a su fe y rezar por ellas: “Que Dios
las ampare a las dos”. La madre toma la condición de sus hijas como un castigo
divino, y el padre sabe que fue por necesidad, porque son muy pobres, pero
sigue siendo un pecado intachable, pues si la Naturaleza está por encima de
Dios, la moral y la honra están por encima de todo. Por eso intenta, con mucho
trabajo, marcar el cambio en la vida de su hija menor. Tacha, a sus doce años,
tiene conocimiento de esto, y todas sus esperanzas estaban puestas en la
Serpentina, pues en su tierra tanto tienes, tanto vales, y solo con una buena
dote podría conseguir un hombre de provecho que la quisiera. Querer, de querer poseer y no de amar.
Y
el río se hace dolor. “Por
su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro
de ella”. Ese río es la toma de conciencia. Todos lo están observando: el agua
sigue su curso y se lleva con ella el futuro y la inocencia de Tacha. La vaca,
además de una dote que entregar junto con la mano de Tacha, serviría de
abastecimiento a la familia, además de una provisión para tiempos de necesidad.
“El sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha”. Hay
cierto regodeo en ese dolor. Esas gotitas que salpican el rostro de la pobre
niña son como un eco de la verdad que abofeteó su cara horas antes. Se dan en
el relato algunos símiles entre el río y Tacha, como el ruido o el hedor, que
dan a entender que Tacha será tan devastadora como lo ha sido el río.
Por otra parte, queda el quizá, el
becerro, que, muerto o vivo, está desaparecido. Encontrarlo o no parece cosa
del azar, del destino. Y por improbable que fuera, ya es algo a lo que agarrarse,
para no darlo todo por perdido y continuar esperanzados por muy negro que se
pinte el devenir. Este factor contrasta altamente con el tono fatalista del
texto, el que asegura el deshonroso e inmutable destino de la pequeña. Este
futuro escrito es una rendición de la familia frente a esa chispa de luz que da
el posible hallazgo del becerro. Cede, de esta forma, la propia vida a la
Naturaleza, dando a entender que el destino es algo contra lo que no se puede
luchar, al igual que no se puede impedir que llueva. De ahí el final del relato
como antecedente a lo que, de forma irrefrenable, está por venir: “El sabor a podrido que viene de allá salpica la cara
mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin
parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su
perdición”.
En conclusión, este relato puede llevar a la
sensibilización y conciencia del alumnado, pues hoy día sigue habiendo un gran
número de familias que subsisten del autoabastecimiento y que están
condicionadas por factores naturales. Aun en el mundo desarrollado, año tras
año, miles de familias pierden sus casas y todos sus haberes por inundaciones,
terremotos, incendios forestales y otras catástrofes.
Podrán reflexionar, también, acerca de la
inexorabilidad o no del destino, y de las restricciones que causan el entorno:
dinero, cultura, religión, sociedad, salud, condiciones naturales, política y
un largo etcétera. Esto, quizá, les dará un tanto de ambición y autonomía: esa
rebeldía de no dejarse llevar por las masas y pensar por y para uno mismo.
También se deberá tener en cuenta el tema de la
pérdida de la inocencia: ¿cuándo deja uno de ser un niño? ¿En qué momento los
padres ceden a sus hijos la opción a decidir por sus propias vidas?
Y no debemos dejar a un lado su riqueza literaria.
Además del contenido, los alumnos pueden analizar el léxico, los símiles, la
simbología, la coherencia del texto, el hilo temporal o el tono de la
narración, entre otras características.
Uno de sus temas principales, el destino, ha sido muy
recurrente a lo largo de la historia de la literatura. Uno de los autores que
tienen este rasgo siempre presente en sus obras es el magnífico escritor
colombiano, ya nombrado anteriormente, contemporáneo y amigo de Juan Rulfo,
Gabriel García Márquez.
En su más que conocida novela El amor en tiempos del Cólera, García Márquez hace alusión al
destino como algo contra lo que no se puede luchar, sino que uno debe aceptar,
asumir y enfrentarse a él de la mejor manera que sea capaz, como sucede en la
tercera cita expuesta a la izquierda (página 33). Dice en su novela: “Era
inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de
los amores contrariados”. El destino está ya escrito y, en muchas ocasiones, lo
está de forma que es conocida por todos, como ese final irresoluble de los
amores contrariados. En la segunda cita que presentamos, el destino reitera su
condición ajena a la voluntad del hombre y a su propia persona. Por último, en
la cuarta cita, vemos cómo se dejan guiar por este destino que juega a su
antojo con sus personajes como si de marionetas se trataran; cómo los lleva a
un final que “ningún poder humano había de impedir”.
Así aparece el destino en esta novela hasta un total
de treinta y dos veces, y así García Márquez plasma esa misma idea en su novela
corta Crónica de una muerte anunciada,
cuyo título ya revela al lector el fin de la misma, así como se repite una
ingente cantidad de veces dicho final y, aun siendo de esta manera, el lector
mantiene la absurda esperanza de que nuestro querido Santiago Nasar, desdichado
protagonista de la historia, escape de ese fin que ya le estaba previsto; y es
que era tan improbable que sucediera y fueron tantas casualidades las que
tuvieron que darse que, aun estando avisados de antemano desde el segundo uno
de la tragedia, a uno le coge por sorpresa.
Asimismo, Borges habla del destino y se refiere a él
como “lo inevitable” y Lorca también encarcela a sus personajes en un destino
fatal del que solo pueden escapar con la muerte, símbolo de libertad; en
cambio, en el El Cantar de Mio Cid, se entiende por destino el deber de uno y
así su protagonista lucha por llegar al fin que él mismo entiende para sí, y
Shakespeare, sin embargo, pensaba que el destino no está escrito, sino que lo
va tejiendo uno a cada paso que da, resultado de cada decisión.
Se puede decir, según nos dicta la mayoría de las
obras literarias y la creencia de un gran porcentaje de los mortales, que la
suerte está echada, que cada uno juega con las cartas que la vida le da al
nacer y que no hay as alguno que sacarse de la manga.
Talpa
Natalia se metió entre los brazos
de su madre y lloró largamente allí con un llanto quedito. Era un llanto
aguantado por muchos días, guardado hasta ahora que regresamos a Zenzontla y
vio a su madre y comenzó a sentirse con ganas de consuelo.
Sin embargo, antes, entre los
trabajos de tantos días difíciles, cuando tuvimos que enterrar a Tanilo en un
pozo de la tierra de Talpa, sin que nadie nos ayudara, cuando ella y yo, los
dos solos, juntamos nuestras fuerzas y nos pusimos a escarbar la sepultura
desenterrando los terrones con nuestras manos -dándonos prisa para esconder
pronto a Tanilo dentro del pozo y que no siguiera espantando ya a nadie con el
olor de su aire lleno de muerte-, entonces no lloró.
(…) Porque la cosa es que a Tanilo
Santos entre Natalia y yo lo matamos. Lo llevamos a Talpa para que se muriera.
Y se murió. Sabíamos que no aguantaría tanto camino; pero, así y todo, lo
llevamos empujándolo entre los dos, pensando acabar con él para siempre. Eso
hicimos.
La idea de ir a Talpa salió de mi
hermano Tanilo. A él se le ocurrió primero que a nadie. Desde hacía años que
estaba pidiendo que lo llevaran. Desde hacía años. Desde aquel día en que
amaneció con unas ampollas moradas repartidas en los brazos y las piernas.
Cuando después las ampollas se le convirtieron en llagas por donde no salía
nada de sangre y sí una cosa amarilla como goma de copal que destilaba agua
espesa. Desde entonces me acuerdo muy bien que nos dijo cuánto miedo sentía de
no tener ya remedio. Para eso quería ir a ver a la Virgen de Talpa; para que
Ella con su mirada le curara sus llagas. Aunque sabía que Talpa estaba lejos y
que tendríamos que caminar mucho debajo del sol de los días y del frío de las
noches de marzo, así y todo quería ir. La Virgencita le daría el remedio para
aliviarse de aquellas cosas que nunca se secaban. Ella sabía hacer eso: lavar
las cosas, ponerlo todo nuevo de nueva cuenta como un campo recién llovido. Ya
allí, frente a Ella, se acabarían sus males; nada le dolería ni le volvería a doler
más. Eso pensaba él.
Y de eso nos agarramos Natalia y
yo para llevarlo. Yo tenía que acompañar a Tanilo porque era mi hermano.
Natalia tendría que ir también, de todos modos, porque era su mujer. Tenía que
ayudarlo llevándolo del brazo, sopesándolo a la ida y tal vez a la vuelta sobre
sus hombros, mientras él arrastrara su esperanza.
Yo ya sabía desde antes lo que
había dentro de Natalia. Conocía algo de ella. Sabía, por ejemplo, que sus
piernas redondas, duras y calientes como piedras al sol del mediodía, estaban
solas desde hacía tiempo. Ya conocía yo eso. Habíamos estado juntos muchas
veces; pero siempre la sombra de Tanilo nos separaba: sentíamos que sus manos
ampolladas se metían entre nosotros y se llevaban a Natalia para que lo
siguiera cuidando. Y así sería siempre mientras él estuviera vivo.
Yo sé ahora que Natalia está
arrepentida de lo que pasó. Y yo también lo estoy; pero eso no nos salvará del
remordimiento ni nos dará ninguna paz ya nunca. No podrá tranquilizarnos saber
que Tanilo se hubiera muerto de todos modos porque ya le tocaba, y que de nada
había servido ir a Talpa, tan allá, tan lejos; pues casi es seguro de que se
hubiera muerto igual allá que aquí, o quizás tantito después aquí que allá,
porque todo lo que se mortificó por el camino, y la sangre que perdió de más, y
el coraje y todo, todas esas cosas juntas fueron las que lo mataron más pronto.
Lo malo está en que Natalia y yo lo llevamos a empujones, cuando él ya no
quería seguir, cuando sintió que era inútil seguir y nos pidió que lo
regresáramos. A estirones lo levantábamos del suelo para que siguiera
caminando, diciéndole que ya no podíamos volver atrás.
“Está ya más cerca Talpa que
Zenzontla.” Eso le decíamos. Pero entonces Talpa estaba todavía lejos; más allá
de muchos días.
Lo que queríamos era que se
muriera. No está por demás decir que eso era lo que queríamos desde antes de
salir de Zenzontla y en cada una de las noches que pasamos en el camino de
Talpa. Es algo que no podemos entender ahora; pero entonces era lo que queríamos
me acuerdo muy bien.
(…) Pero ahora que está muerto la
cosa se ve de otro modo. Ahora Natalia llora por él, tal vez para que él vea,
desde donde está, todo el gran remordimiento que lleva encima de su alma.
(…) Algún día llegará la noche.
En eso pensábamos. Llegará la noche y nos pondremos a descansar. Ahora se trata
de cruzar el día, de atravesarlo como sea para correr del calor y del sol.
Después nos detendremos. Después. Lo que tenemos que hacer por lo pronto es
esfuerzo tras esfuerzo para ir de prisa detrás de tantos como nosotros y
delante de otros muchos. De eso se trata. Ya descansaremos bien a bien cuando
estemos muertos.
En eso pensábamos Natalia y yo y
quizá también Tanilo, cuando íbamos por el camino real de Talpa, entre la
procesión; queriendo llegar los primeros hasta la Virgen, antes que se le
acabaran los milagros.
Pero Tanilo comenzó a ponerse más
malo. Llegó un rato en que ya no quería seguir.
(…) Pero Natalia y yo no
quisimos. Había algo dentro de nosotros que no nos dejaba sentir ninguna
lástima por ningún Tanilo.
(…) Entramos a Talpa cantando el
Alabado. Habíamos salido a mediados de febrero y llegamos a Talpa en los
últimos días de marzo, cuando ya mucha gente venía de regreso. Todo se debió a
que Tanilo se puso a hacer penitencia. En cuanto se vio rodeado de hombres que
llevaban pencas de nopal colgadas como escapulario, él también pensó en llevar
las suyas. Dio en amarrarse los pies uno con otro con las mangas de su camisa
para que sus pasos se hicieran más desesperados. Después quiso llevar una
corona de espinas. Tantito después se vendó los ojos, y más tarde, en los
últimos trechos del camino, se hincó en la tierra, y así, andando sobre los
huesos de sus rodillas y con las manos cruzadas hacia atrás, llegó a Talpa
aquella cosa que era mi hermano Tanilo Santos; aquella cosa tan llena de
cataplasmas y de hilos oscuros de sangre que dejaba en el aire, al pasar, un
olor agrio como de animal muerto.
(…) A horcajadas, como si
estuviera tullido, entramos con él en la iglesia. Natalia lo arrodilló junto a
ella, enfrentito de aquella figurita dorada que era la Virgen de Talpa. Y
Tanilo comenzó a rezar y dejó que se le cayera una lágrima grande, salida de
muy adentro, apagándole la vela que Natalia le había puesto entre sus manos.
Pero no se dio cuenta de esto; la luminaria de tantas velas prendidas que allí
había le cortó esa cosa con la que uno se sabe dar cuenta de lo que pasa junto
a uno. Siguió rezando con su vela apagada. Rezando a gritos para oír que
rezaba.
Pero no le valió. Se murió de
todos modos.
(…)Afuera se oía el ruido de las
danzas; los tambores y la chirimía; el repique de las campanas. Y entonces fue
cuando me dio a mí tristeza. Ver tantas cosas vivas; ver a la Virgen allí, mero
enfrente de nosotros dándonos su sonrisa, y ver por el otro lado a Tanilo, como
si fuera un estorbo. Me dio tristeza.
Pero nosotros lo llevamos allí
para que se muriera, eso es lo que no se me olvida.
(…) Y yo comienzo a sentir como
si no hubiéramos llegado a ninguna parte, que estamos aquí de paso, para
descansar, y que luego seguiremos caminando. No sé para dónde; pero tendremos
que seguir, porque aquí estamos muy cerca del remordimiento y del recuerdo de
Tanilo. (…)
Se aprecian a la
primera lectura varias coincidencias con “Es que somos muy pobres”, el relato
comentado anteriormente. Si bien por el estilo y el léxico vemos que no es un
niño quien narra los hechos, sigue siendo un relato en primera persona, como
quien cuenta de primera mano su desgracia a otro.
La
muerte está presente desde el primer momento. Si el otro relato empezaba “Aquí
todo va de mal en peor”, este también nos pone en situación trágica con su
primera frase: “Natalia se metió entre los brazos de su madre y lloró largamente
allí con un llanto quedito”. De hecho, aquí la palpan con sus propias manos:
ambos ven a Tanilo morir de tramo en tramo, y ambos cavan su tumba.
El destino, en este caso, se muestra igual de inflexible:
Tanilo Santos moriría de igual modo fuera o no fuera a la Virgen de Talpa. De
hecho, tras mes y medio de camino, y aunque ya lo daban por perdido, llegan a
Talpa y muere frente a ella. La religión, también presente en el otro relato,
les da la fuerza, pero no la salvación, pues nada puede hacerse contra el
destino de uno. De igual modo está marcada la separación entre Natalia y el
narrador: en vida de Tanilo, este los separaba; a su muerte, fue el
remordimiento.
La moral también tiene gran importancia: si en el otro relato
era la profesión impura de las hermanas de Tacha lo que ensuciaba el nombre de
la familia y las lleva al repudio y a la expulsión de la misma, en el caso de
Talpa es la infidelidad que se lleva a cabo entre Natalia y el narrador,
hermano de Tanilo, lo que los lleva a su perdición. Así lo dice el narrador en
el último párrafo de nuestra cita. No les queda sino caminar errantes hasta que
se los lleve la vida y así purificar sus almas y obtener el perdón divino; en
la vida terrenal están muy cerca del remordimiento y no pueden huir de él por
mucho que se encaminen hacia ninguna parte. Aunque ningún remordimiento hace
renegar del deseo, al menos en él, y de la verdad que guardan tras su viaje:
“Pero nosotros lo llevamos allí para que se muriera, eso es lo que no se me
olvida”.
Los símbolos también se repiten: el agua, en el otro
relato más evidente por el diluvio y la consiguiente riada; aquí, el “agua
espesa” que supura de sus pústulas, elemento que quita la vida, así como el
hedor, símbolo de muerte, pobreza y fatalidad.
Es suficiente un primer contacto para quedar maravillados por su
obra. Y así debería ser en el cuarto curso de Educación
Secundaria Obligatoria.