Cuando vuelva a casa acabaré con esta pesadilla… No sé en qué estaba
pensando cuando me alisté. Supongo que quería ser un héroe. Exterminar a los
malos y acercar el cielo a la tierra. Pero cómo pude tragarme semejante
gilipollez. Estoy harto de esta guerra, de las pesadillas y de ver los cuerpos
caer. Tendría que haberlo sabido antes. Una vez dentro, o estás con ellos o
contra ellos. Pero yo no puedo más. A veces deseo la muerte y me echo a
temblar. Seis años es mucho tiempo. Yo era un crío. Feliz, valiente y lo bastante
estúpido como para creer que tenía que salvar el mundo. Solamente un crío. Tus padres
estarán orgullosos de ti, decían, el país entero lo estará. ¿Y qué pasa con el
resto del mundo? Son muchas las vidas que llevo a mis espaldas. Y ya no puedo
con tanto peso. Necesito irme a casa…
Cerraba los
ojos y apretaba los dientes cuando el tipo de al lado le dio un codazo.
–Tío, ¿en qué
piensas? Llevas todo el camino haciendo gestitos y refunfuñando por lo bajini. Y
todavía nos quedan otras cinco horas de viaje. Vas a echar humo por la cabeza.
–Estoy harto. No
sé qué estamos haciendo ni para qué. Solo sé que hay un puñado de
impresentables que se llevan los méritos de las vidas que quitamos.
–Relájate,
chaval. Llevas años en esto y ya sabes cómo funciona. Ellos te dan un buen
sueldo y tú haces lo que te pidan hasta que ya no les hagas falta. No hay más.
La única forma de sobrevivir a esta mierda es no darle demasiadas vueltas al
asunto. Eso y algunos trucos –se sacó una bolsita con polvos blancos de la
bota.
–Paso de esas
mierdas. Como si no tuviera ya suficiente…
–No, tío, esto
es la leche, de verdad. Te hace estar al quite, pero sin que nada te importe un
carajo, ¿lo pillas? Es justo lo que necesit...
–¡Shhh!
“Aviso a todas
las unidades. Cambio de rumbo. Repito: cambio de rumbo. Seguíamos una pista
falsa, pero nuestros topos nos han informado de que el próximo blanco no será
Nocturm, sino Hyperion. Repito: marchamos hacia Hyperion. Tenemos hasta mañana al
caer la noche para tenerlo todo dispuesto. Os espero allí”. Se cortó la
transmisión y en el tráiler, que hasta entonces estaba cargado de un silencioso
pesar, se armó un gran revuelo. De los cincuenta hombres que había en él, al
menos diez de ellos procedían de Hyperion o tenían familia allí.
Al cambiar de
rumbo, el viaje se alargó otras catorce horas. Cincuenta hombres alimentándose
de comida de lata y evacuando en cubetas. Los nervios se podían palpar. Las
botas taconeaban contra las paredes del tráiler, haciendo que unas notas
metálicas inundaran el ambiente. Unos se crujían los nudillos a cada minuto,
otros jugaban con sus navajas. Poco a poco, esos ruidos se fueron sustituyendo
por los ronquidos de los pocos afortunados que consiguieron conciliar el sueño, hasta que la luz penetró en el lugar cuando el conductor abrió
las puertas de par en par.
–¡Arriba,
gandules! El sargento quiere dedicaros unas palabras.
Bajaron todos del
camión con los ojos entrecerrados y el arma colgada a la espalda. Estaban en
una explanada, a las afueras de Hyperion. Desde allí podían divisar los pocos
edificios que se alzaban al cielo. Hyperion era una ciudad pequeña, aunque rica
en pastos y canteras. Los otros camiones ya habían llegado, y sus pasajeros,
unos 600 hombres, ya estaban sentados en mitad de la explanada, todos mirando a
un mismo epicentro: el sargento.
–Creían que
nos iban a engañar. Esta gentuza quiere robarnos nuestro dinero, nuestras
mujeres, nuestras joyas y suministros. Quiere robarnos nuestras tierras. Quiere
esclavizarnos. Pero no podrán. Somos más. Tenemos más armas. Y hemos
descubierto su verdadero plan. Se creen muy listos pero no saben con quién se la están jugando.
Hoy os quiero al cien por cien. No podemos dejar que todo esto se inunde de infieles. Tenemos que acabar con esos cabrones. No vais a
dejar a uno solo con cabeza, ¿me oís? Los quiero a todos muertos, quemados y
enterrados para mañana a esta misma hora. Cualquiera que se escape podría
resultar letal para nuestra armada y nuestro fin. No podemos permitirnos un
solo error. Un superviviente significa uno que puede informar al resto de
nuestro ejército, nuestras armas y nuestras tácticas. No os la juguéis conmigo.
Ya sabéis lo que pasará si lo hacéis... Vamos a hacer algo grande, chicos.
Sabéis que esta tierra os necesita. No habrá paz mientras uno solo de ellos esté
con vida. Tenemos que limpiar estas tierras. Y debemos ser fuertes para
hacerlo. Ahora descansad un poco y preparaos para el ataque. Os espera una
noche muy larga. ¡Pronto todo esto será un puto paraíso!
El grupo
comenzó a moverse, unos con la cabeza gacha, otros con rabia en los ojos, totalmente
convencidos por el discurso del sargento. El círculo comenzaba a disiparse
cuando se oyó una explosión y en cuestión de segundos una nube de color verdoso cubrió Hyperion.
–Pero qué coj…
¡Hijos de puta! ¡Corred! Tomad las armas y las mascarillas y subíos al maldito
camión. Tenemos trabajo que hacer.
Enseguida la explanada estuvo de nuevo desierta y todos los camiones se
pusieron en movimiento. En la media hora que duraba el trayecto, los tripulantes
agarraban con fuerza sus armas, daban golpes, gritos, se animaban unos a otros
tomando fuerzas para salir al campo de batalla una vez más. El murmullo de
fondo con cantos y rezos acompañó a los muchachos durante todo el camino, mientras la bolsita de polvos blancos rulaba de uno a otro.
Lograron
entrar en la ciudad con el tráiler. Poco a poco estos se iban abriendo y
descargando. De la oscuridad de su interior salían guerreros fornidos de todas
las edades, corriendo, gritando y dando disparos al aire. La ciudad se ahogaba entre esa niebla verde y densa. Cubrían sus rostros con mascarillas que apenas
podían filtrar el pestilente aire que corría por las calles de la ciudad. Los
otros, los del bando contrario, estaban por todas partes. Pero él, en lugar de disparar y
acometer contra ellos como hacían sus compañeros, se cubría tras los muros
intentando llegar a su barriada para llegar así a su madre y su hermano
pequeño, a quienes no veía desde hacía ya varios años. Su padre, como él, se
alistó y compartieron juntos numerosas victorias, hasta que perdió, primero la
cabeza, y luego la vida en una de las batallas.
La ciudad era
un campo de tiro cruzado. Los cuerpos sin vida inundaban las calles, aunque eran
más los que pedían, rogaban, entre llantos un tiro certero entre ceja y ceja. Cuerpos
desmembrados, sangrientos, coloreaban Hyperion de rojo y verde. Corría de un
lado a otro, siguiendo con sus manos las calles, y adivinando a ver su
barriada. La ciudad estaba irreconocible. De lo poco que alcanzaba a ver tras la niebla, solo encontró ruinas donde antes había bares, recreativos, floristerías... Divisó su calle. La puerta de su casa estaba abierta. Corrió hacia
ella y al entrar, la encontró revuelta por completo. Papeles y ropa por el suelo,
maletas a medio hacer. Se dirigió hacia la puerta gritando sus nombres, y nada
más poner un pie en la calle se encontró de frente a un enemigo. No se le
ocurrió más que dar media vuelta y correr, chocando con las sillas, pisando los
platos, y escuchando los pasos tras de sí. Logró saltar por una ventana y perderse
entre la nube de gases. Alcanzó un parque infantil con una casita de madera. Subió
por las redes, entró en la casita de cuclillas y echó a llorar. El aire apenas
llenaba sus pulmones y el corazón se le iba a salir por la boca. Tapó sus oídos
con sus manos y cerró los ojos, y por unos segundos sintió paz. Al abrir los
ojos, alguien asomaba por la ventana de la casa de madera. Antes de ver el
color de la bandera que cubría su cuello, apretó el gatillo, para después salir
corriendo de allí con el arma en alto, gritando y disparando a diestro y
siniestro. Ya no sabía distinguir al enemigo. Barrió el paisaje con su arma,
alcanzando a un grupo de hombres del bando contrario que corrían lanzallamas en mano. Disparó
y disparó, hasta que se quedó sin balas y sin fuerzas.
La nube de gas
se fue despejando poco a poco y los gritos de los caídos fueron desapareciendo tras
un disparo en la sien. Él permanecía sentado en el asfalto, gritando al cielo y
alzando el arma. La ciudad se había sumido en un silencio sepulcral. No había un alma paseando por sus calles. Hyperion se vestía por unos minutos de ciudad fantasma. De repente, algo interrumpió ese silencio. Vio una tapa de alcantarilla a medio cerrar, y de ahí salió un niño a la
superficie que se acercó a él y se quedó mirándole a los ojos.
Del fondo de
la calle apareció el sargento con un grupo de soldados tras él.
–¡Eh! Levántate.
La zona ya está limpia. ¿Lo ves? Ni uno solo de esos imbéciles. Les hemos dado
fuerte en las pelotas, sí. Pero ya están planeando el siguiente ataque, así que
ya te quiero de vuelta, ¿me oyes?
Se levantó del
suelo, puso una mano en el hombro del chaval, y sin poder disimular el nudo que
se le formaba en la garganta, le dijo:
–Cuida de
mamá, ¿vale?
El chaval no
cambió el gesto mientras lo veía alejarse, unirse al sargento y al resto del
grupo y perderse en el fondo de la calle.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Y tú, ¿qué opinas de todo esto?