miércoles, 11 de marzo de 2015

Sobre mitología griega I

Enfrentamiento con los Titanes
Esta lucha se establece por imponer un nuevo dios. En ella, Zeus tenía que vencer a Cronos y a sus hermanos, los Titanes. Es, en realidad, la lucha entre la mitología indoeuropea y la griega, una forma de no imponer por la fuera su propia mitología, sino de darle una explicación al cambio. Así, Zeus asimila el papel de fértil (cretense) y fuerte (indoeuropeo). Desde ahí, se le van dando nuevas atribuciones: dios del hogar, de la familia, de los suplicantes, de los juramentos, protector de las ciudades, y un largo etcétera.

Zeus
Se podría decir que Zeus era infiel a Hera siempre que podía, o bien que estos participaban de la poligamia, que para el caso es lo mismo pero contando con el permiso de la doña, lo cual no explicaría los mosqueos y ataques de ira constantes que sufría esta tras descubrir un nuevo amante. Lo que sí es cierto es que la unión de ambos representa la unión del cielo y la tierra, lo cual se puede también encontrar en los distintos deslices amorososexuales del dios, como es el caso de Danae, encerrada en una torre a cuenta de una profecía del oráculo, lo que no impidió que el pillo de Zeus se busque las formas para fecundar a esta muchacha: este se metamorfoseó en lluvia dorada, dando lugar a una bonita escena, digna del trazo de Tiziano o de Klimt. Zeus es a la vez un dios varonil y fértil (cielo y tierra), herencia de las dos mitologías, antes citadas, que lo conforman: la cretense y la indoeuropea.

Danae, de Gustav Klimt


























Hera
Zeus la toma como esposa nada más llegar al Olimpo. Para unirse a sus encantos, Zeus toma la forma de un cuco. Se le atribuía la capacidad de cuidar de seres fabulosos, como el León de Nemea o la Hidra de Lerna.

No es una diosa traída de oriente. Su nombre es de origen indoeuropeo, y de él se hallan las interpretaciones de tener cualidades celestes, estar al servicio de las mujeres, madurez y matrimonio. Esto último se refleja en su instinto protector y su fertilidad. En su vida matrimonial, muestra una sumisión total ante Zeus, lo que indica el tipo de sociedad patriarcal. Se vincula con el agua como elemento de vida.

Es una diosa muy vengativa. Y Zeus, con sus repetidas infidelidades, siempre le da un buen motivo para mostrar su ira. El 80% de la mitología griega habla del mujeriego de Zeus y los planes malévolos de venganza de Hera. Es divertido. Gracias a una de estas venganzas tenemos a Hefesto: Zeus acababa de provocar el nacimiento de Atenea, salida de la cabeza de este (lo normal: Zeus se encapricha de Metis, yace con ella, se la come para que no nazcan de ella hijos más poderosos que él, le empieza a doler el coco, pide un hachazo que calme su dolor y de su cabeza nace Atenea, ya crecidita y armada y todo, o eso dice una de las versiones). Tras enterarse, Hera, consigo misma y nadie más, da a luz a Hefesto, que por lo visto era tan feo y deforme el pobre que la madre lo echó del Olimpo, que está allá en los cielos como a unos muy muchos kilómetros del suelo, provocando que el pobre Hefesto, además de difícil de ver, sea cojo. Y es que de la tierra no nace nada bueno ni bonito.

Poseidón
Hermano mayor de Zeus, dios del mar y esposo de la tierra. Una vez son derrotados los titanes, Zeus, Hades y Poseidón se reparten el mundo (cielo, inframundo y mar, respectivamente). Pasaba la mayor parte del tiempo con su esposa, Anfitrite, ninfa y antigua diosa del mar. Sabemos por Homero y los epítetos que le daba, que Poseidón era en principio un dios terrestre. Lo tenía como aquel que carga con la Tierra o aquel que conmueve la Tierra. También nos dice la mitología que fue este el encargado de sepultar a los Titanes. En Tesalia se pensaba que el primer caballo fue obra de Poseidón y era adorado con forma equina. Por otra parte, Deméter, dice el mito, huyendo de la fogosidad de Poseidón, se metamorfoseó en yegua, y Poseidón, para satisfacer su deseo, tomó la forma de un caballo. Además, una de las hijas del dios es Melanipa, que viene a significar "caballo negro". También se le vincula con el toro, pues el toro que devasta la isla de Creta fue enviado por Poseidón.

Este dios marino-terrestre no fue muy afortunado en imponer sus voluntades. Perdió todas las ciudades que amaba, como Atenas (de Atenea), Gina (de Zeus), Argos (de Era) o Delfos (de Apolo). Solo se queda con una parte de Corinto, compartiendo la ciudad con Helio. La razón de su mala fortuna se debe a que los griegos hacían a Poseidón responsable de transformar la geología a golpe de tridente: terremotos, grietas, desprendimientos... 

¿Por qué el pobre Poseidón es inferior a Zeus? Es más antiguo y más importante que Zeus, pero poco a poco va a ir perdiendo importancia, haciendo que Zeus le vaya ganando terreno. A partir de ese momento, se hará con el mundo marino sin perder sus atribuciones terrestres. Pero Poseidón es un dios de imperfecciones, y eso se ve reflejado en sus hijos, algo deformes y poco civilizados, al igual que todo lo que nace de la tierra (véase los hombres o el mismo Hefesto).

martes, 17 de febrero de 2015

No soy como tú

Cuando vuelva a casa acabaré con esta pesadilla… No sé en qué estaba pensando cuando me alisté. Supongo que quería ser un héroe. Exterminar a los malos y acercar el cielo a la tierra. Pero cómo pude tragarme semejante gilipollez. Estoy harto de esta guerra, de las pesadillas y de ver los cuerpos caer. Tendría que haberlo sabido antes. Una vez dentro, o estás con ellos o contra ellos. Pero yo no puedo más. A veces deseo la muerte y me echo a temblar. Seis años es mucho tiempo. Yo era un crío. Feliz, valiente y lo bastante estúpido como para creer que tenía que salvar el mundo. Solamente un crío. Tus padres estarán orgullosos de ti, decían, el país entero lo estará. ¿Y qué pasa con el resto del mundo? Son muchas las vidas que llevo a mis espaldas. Y ya no puedo con tanto peso. Necesito irme a casa…

Cerraba los ojos y apretaba los dientes cuando el tipo de al lado le dio un codazo.

–Tío, ¿en qué piensas? Llevas todo el camino haciendo gestitos y refunfuñando por lo bajini. Y todavía nos quedan otras cinco horas de viaje. Vas a echar humo por la cabeza.

–Estoy harto. No sé qué estamos haciendo ni para qué. Solo sé que hay un puñado de impresentables que se llevan los méritos de las vidas que quitamos.

–Relájate, chaval. Llevas años en esto y ya sabes cómo funciona. Ellos te dan un buen sueldo y tú haces lo que te pidan hasta que ya no les hagas falta. No hay más. La única forma de sobrevivir a esta mierda es no darle demasiadas vueltas al asunto. Eso y algunos trucos –se sacó una bolsita con polvos blancos de la bota.

–Paso de esas mierdas. Como si no tuviera ya suficiente…

–No, tío, esto es la leche, de verdad. Te hace estar al quite, pero sin que nada te importe un carajo, ¿lo pillas? Es justo lo que necesit...

–¡Shhh!

“Aviso a todas las unidades. Cambio de rumbo. Repito: cambio de rumbo. Seguíamos una pista falsa, pero nuestros topos nos han informado de que el próximo blanco no será Nocturm, sino Hyperion. Repito: marchamos hacia Hyperion. Tenemos hasta mañana al caer la noche para tenerlo todo dispuesto. Os espero allí”. Se cortó la transmisión y en el tráiler, que hasta entonces estaba cargado de un silencioso pesar, se armó un gran revuelo. De los cincuenta hombres que había en él, al menos diez de ellos procedían de Hyperion o tenían familia allí.

Al cambiar de rumbo, el viaje se alargó otras catorce horas. Cincuenta hombres alimentándose de comida de lata y evacuando en cubetas. Los nervios se podían palpar. Las botas taconeaban contra las paredes del tráiler, haciendo que unas notas metálicas inundaran el ambiente. Unos se crujían los nudillos a cada minuto, otros jugaban con sus navajas. Poco a poco, esos ruidos se fueron sustituyendo por los ronquidos de los pocos afortunados que consiguieron conciliar el sueño, hasta que la luz penetró en el lugar cuando el conductor abrió las puertas de par en par.

¡Arriba, gandules! El sargento quiere dedicaros unas palabras.

Bajaron todos del camión con los ojos entrecerrados y el arma colgada a la espalda. Estaban en una explanada, a las afueras de Hyperion. Desde allí podían divisar los pocos edificios que se alzaban al cielo. Hyperion era una ciudad pequeña, aunque rica en pastos y canteras. Los otros camiones ya habían llegado, y sus pasajeros, unos 600 hombres, ya estaban sentados en mitad de la explanada, todos mirando a un mismo epicentro: el sargento.

–Creían que nos iban a engañar. Esta gentuza quiere robarnos nuestro dinero, nuestras mujeres, nuestras joyas y suministros. Quiere robarnos nuestras tierras. Quiere esclavizarnos. Pero no podrán. Somos más. Tenemos más armas. Y hemos descubierto su verdadero plan. Se creen muy listos pero no saben con quién se la están jugando. Hoy os quiero al cien por cien. No podemos dejar que todo esto se inunde de infieles. Tenemos que acabar con esos cabrones. No vais a dejar a uno solo con cabeza, ¿me oís? Los quiero a todos muertos, quemados y enterrados para mañana a esta misma hora. Cualquiera que se escape podría resultar letal para nuestra armada y nuestro fin. No podemos permitirnos un solo error. Un superviviente significa uno que puede informar al resto de nuestro ejército, nuestras armas y nuestras tácticas. No os la juguéis conmigo. Ya sabéis lo que pasará si lo hacéis... Vamos a hacer algo grande, chicos. Sabéis que esta tierra os necesita. No habrá paz mientras uno solo de ellos esté con vida. Tenemos que limpiar estas tierras. Y debemos ser fuertes para hacerlo. Ahora descansad un poco y preparaos para el ataque. Os espera una noche muy larga. ¡Pronto todo esto será un puto paraíso!

El grupo comenzó a moverse, unos con la cabeza gacha, otros con rabia en los ojos, totalmente convencidos por el discurso del sargento. El círculo comenzaba a disiparse cuando se oyó una explosión y en cuestión de segundos una nube de color verdoso cubrió Hyperion.

–Pero qué coj… ¡Hijos de puta! ¡Corred! Tomad las armas y las mascarillas y subíos al maldito camión. Tenemos trabajo que hacer.

Enseguida la explanada estuvo de nuevo desierta y todos los camiones se pusieron en movimiento. En la media hora que duraba el trayecto, los tripulantes agarraban con fuerza sus armas, daban golpes, gritos, se animaban unos a otros tomando fuerzas para salir al campo de batalla una vez más. El murmullo de fondo con cantos y rezos acompañó a los muchachos durante todo el camino, mientras la bolsita de polvos blancos rulaba de uno a otro.

Lograron entrar en la ciudad con el tráiler. Poco a poco estos se iban abriendo y descargando. De la oscuridad de su interior salían guerreros fornidos de todas las edades, corriendo, gritando y dando disparos al aire. La ciudad se ahogaba entre esa niebla verde y densa. Cubrían sus rostros con mascarillas que apenas podían filtrar el pestilente aire que corría por las calles de la ciudad. Los otros, los del bando contrario, estaban por todas partes. Pero él, en lugar de disparar y acometer contra ellos como hacían sus compañeros, se cubría tras los muros intentando llegar a su barriada para llegar así a su madre y su hermano pequeño, a quienes no veía desde hacía ya varios años. Su padre, como él, se alistó y compartieron juntos numerosas victorias, hasta que perdió, primero la cabeza, y luego la vida en una de las batallas.

La ciudad era un campo de tiro cruzado. Los cuerpos sin vida inundaban las calles, aunque eran más los que pedían, rogaban, entre llantos un tiro certero entre ceja y ceja. Cuerpos desmembrados, sangrientos, coloreaban Hyperion de rojo y verde. Corría de un lado a otro, siguiendo con sus manos las calles, y adivinando a ver su barriada. La ciudad estaba irreconocible. De lo poco que alcanzaba a ver tras la niebla, solo encontró ruinas donde antes había bares, recreativos, floristerías... Divisó su calle. La puerta de su casa estaba abierta. Corrió hacia ella y al entrar, la encontró revuelta por completo. Papeles y ropa por el suelo, maletas a medio hacer. Se dirigió hacia la puerta gritando sus nombres, y nada más poner un pie en la calle se encontró de frente a un enemigo. No se le ocurrió más que dar media vuelta y correr, chocando con las sillas, pisando los platos, y escuchando los pasos tras de sí. Logró saltar por una ventana y perderse entre la nube de gases. Alcanzó un parque infantil con una casita de madera. Subió por las redes, entró en la casita de cuclillas y echó a llorar. El aire apenas llenaba sus pulmones y el corazón se le iba a salir por la boca. Tapó sus oídos con sus manos y cerró los ojos, y por unos segundos sintió paz. Al abrir los ojos, alguien asomaba por la ventana de la casa de madera. Antes de ver el color de la bandera que cubría su cuello, apretó el gatillo, para después salir corriendo de allí con el arma en alto, gritando y disparando a diestro y siniestro. Ya no sabía distinguir al enemigo. Barrió el paisaje con su arma, alcanzando a un grupo de hombres del bando contrario que corrían lanzallamas en mano. Disparó y disparó, hasta que se quedó sin balas y sin fuerzas.

La nube de gas se fue despejando poco a poco y los gritos de los caídos fueron desapareciendo tras un disparo en la sien. Él permanecía sentado en el asfalto, gritando al cielo y alzando el arma. La ciudad se había sumido en un silencio sepulcral. No había un alma paseando por sus calles. Hyperion se vestía por unos minutos de ciudad fantasma. De repente, algo interrumpió ese silencio. Vio una tapa de alcantarilla a medio cerrar, y de ahí salió un niño a la superficie que se acercó a él y se quedó mirándole a los ojos.

Del fondo de la calle apareció el sargento con un grupo de soldados tras él.

–¡Eh! Levántate. La zona ya está limpia. ¿Lo ves? Ni uno solo de esos imbéciles. Les hemos dado fuerte en las pelotas, sí. Pero ya están planeando el siguiente ataque, así que ya te quiero de vuelta, ¿me oyes?

Se levantó del suelo, puso una mano en el hombro del chaval, y sin poder disimular el nudo que se le formaba en la garganta, le dijo:

–Cuida de mamá, ¿vale?

El chaval no cambió el gesto mientras lo veía alejarse, unirse al sargento y al resto del grupo y perderse en el fondo de la calle.



jueves, 8 de enero de 2015

Reminiscencia

Recién acaba de pasar el día de Reyes, día mágico que desata la sonrisa de los más pequeños de la casa. Este año, la mía ha estado vacía de risas de esas, pero lo importante es que mis pequeños rieron, cada uno en su casa, pero rieron. Yo, como Antoine de Saint-Exupéry, dedico esta entrada a todos vosotros cuando erais niños. Y espero dibujar alguna sonrisa en aquellos que, como yo, crecieron bajo esta banda sonora. 

Este año nos lo vamos a pasar pirata.


miércoles, 31 de diciembre de 2014

Para facilitar la despedida.

Parece que, una vez más, llegamos a uno de esos puntos de inflexión que tanto nos gustan. El comienzo de un nuevo año es como un "el lunes empiezo" pero a lo grande, aunque igualmente poco efectivo. De todo lo que me propuse hacer en este año no he cumplido absolutamente nada y creo que debo dar gracias por ello. Aunque, curiosamente, y en definitivas cuentas, mi objetivo para el 2015 viene siendo el mismo: más y mejor. 

Que se me vienen las fechas encima y tengo proyectos que acabar, tallas que dar, expectativas que cumplir, pero de eso ya me preocuparé mañana.

Hoy toca decir adiós a este año, época de transición y crecimiento personal (mental, profesional y de todo menos físico, que eso ya tengo asumido que va a ser que no), y hacerlo brindando por todo aquello que hicimos mal alguna vez pero que tan malo no tuvo que ser cuando nos encontramos hoy día donde estamos, en la puta cima del universo. 

Amigos, feliz 2015 y felices todos nosotros.


sábado, 1 de noviembre de 2014

Un año más, Halloween.

Un año más, Halloween. La noche de los muertos vivientes, de los fantasmas, del terror... Una excusa más para vestirse de mamarracho y salir a beber, aunque coincida en martes, sin que te miren mal. Y yo, para qué mentir, soy uno más. Cada año, desde hace unos cuantos, sigo la misma rutina, y hoy no será distinto. Por la mañana toca comprar caramelos para los pequeños a los que no les dé pereza subir las cinco plantas sin ascensor hasta llegar a mi puerta. Tanto esfuerzo merece una buena recompensa: caramelos de todos los sabores de dos por cinco céntimos, que tampoco está la cosa para ir regalando ferreros rocher. Al llegar a casa, improviso algún disfraz medio cutre y después, adorno el portón con las arañitas de plástico de mi hermano pequeño y decoro las esquinas con telarañas hechas de pegamento a lo Art Attack, rodeando las terroríficas letras que forman un mensaje tentador: "Llama si te atreves". En la entrada siempre cuelgo a mi querido esqueleto, regalo de las vacaciones de 2007, cuando decidí que quería estudiar medicina decisión de la que me arrepentí meses después, todo hay que decirlo. Son mis padres los que se dedican después a vestir a mi amigo Rodolfo el esqueleto. Su atuendo no suele ir más allá de una boina de los años de juventud de mi padre, el típico fular de colores terrosos y líneas que forman perpendiculares y una pipa, propiedad de mi ya difunto abuelo, quien disfrutaba más que nadie de estas fiestas. Siempre he pensado que la única forma de hacer del terror un gozo es darle un toque de humor. No sé qué hay de divertido en sufrir pequeños infartos viendo películas de chinos de ojos blancos, espejos, maderas crujientes y muchachas escuálidas y paliduchas sin rostro. Las pocas películas de terror que he catado siempre ha sido en compañía de unos cuantos amigos y algún que otro cubata. Por eso me gusta adornar la casa y formar parte de este juego terroríficamente desternillante. Me gusta hacer que los críos se rían del miedo, de los fantasmas, vampiros, zombies y demás criaturas del género. Me gusta hacer que los críos salgan corriendo, gritando y riendo, bajando las cinco plantas que tanto esfuerzo les ha costado subir. Los más valientes se asoman después al otro lado de la esquina de las escaleras, dejándome ver una media sonrisa y una mirada pícara. Es entonces cuando salgo corriendo tras ellos con Rodolfo a cuestas. Sus gritos hacen aullar a los perros del edificio y yo me parto de la risa. A eso de las once ya no hay niños inocentes recorriendo las calles. Los que llaman a esas horas tienen edad suficiente para mirar con desdén a mi amigo esquelético y la maldad necesaria para tirarte un huevo en la puerta si, tras la exigencia de unos dulces, se llevan la terrible decepción de saber que ya se han acabado. Por eso, llegando esa hora, mis padres apagan las luces y se encierran en el salón con la tele puesta a bajo volumen y yo cojo el camino hacia la zona de botellón. Las expectativas son las mismas que cada sábado: unas risas con los colegas y el colocón justo y necesario para permitirme el lujo de hacer el tonto y decir algunas verdades sin que la culpa sea mía, sino del alcohol. Lo único que cambia esta noche es la esperanza de que alguna vampiresa con poca tela se contonee un poco delante de mí. Hay disfraces de todo tipo: zombies, brujas, fantasmas de sábana con agujeros y cadenas de plástico, hipsters vampíricos, el virus del ébola y hasta incluso algún que otro político. Los que tienen máscaras buscan a la desesperada una cañita con la que tomarse el cubata; los que llevan motosierras de juguete no saben con qué mano agarrar el vaso y los de caras blancas y/o ensangrentadas van dejando su firma por todas las personas a las que saluda con los típicos dos besos. Yo me entretengo observando a todos estos individuos, hijos de dios, y estudiando la evolución, cada vez más desgastada, de la noche. Cuando son las cinco de la mañana, el parque se mueve por oleadas, con sus caminantes dando tumbos de uno a otro lado, y sus rostros muestran una amalgama de colores, mezcla de tanto baile y tanto sobeteo. Los que se llevaron horas frente al espejo antes de salir por la puerta de sus casas no son ahora más que un borrón propio de Munch, que, mirándolo bien, asusta más que antes. La masa se va dispersando. La gente empieza a echar de menos la cama. Algunos tienen la suerte de no volverse solos aunque quizá la mitad de ellos descubran lo que es el verdadero terror al descubrir a la mañana siguiente quién aguarda al otro lado de la cama. Yo no me he comido una rosca, como viene siendo ya una costumbre, y el efecto del alcohol ha pasado de darme risa a darme morriña. Es hora de volver. Aunque hago el intento de despedirme, algunos de mis amigos no saben ya ni dónde están, así que me doy por vencido y pongo rumbo a casa. Por el camino me cruzo con gente ya acabada. Cualquiera diría que el apocalipsis zombie ha llegado: fantasmas zombies, vampiros zombies, zombies zombies... Todos caminan por la calle arrastrando los pies y perdiendo prendas, tridentes y cadenas, aparcando en cualquier esquina a evacuar o aprovechando cualquier recoveco para darse un homenaje. Sí, definitivamente son zombies sin instinto; zombies caducos que volverán a la vida racional después de unas horas de reposo. Cada vez va habiendo menos gente, pero ya estoy a tan solo diez minutos de mi casa. Este podría ser el comienzo de una película de miedo, pienso y sonrío. Es lo típico que se te cruza por la cabeza tal día como hoy, como cuando vuelves del cine de ver cualquier película de miedo, entras en el baño y no puedes dejar de mirar tu retaguardia a través del espejo, pero siempre con una sonrisa de "qué gracia, me podría atacar una mujer maligna y fantasmagórica de repente, qué gracia, sí, pero yo me voy de aquí cagando leches". Es una tensión que pretende ser despreocupada pero no lo consigue. Se escuchan unas risas a lo lejos: una pareja se está dando el lote dentro de un coche. A estos les queda aún fiesta para rato. Ya casi he llegado a mi casa. Justo al doblar la esquina me tropiezo con un chico con el típico delantal de carnicero cubierto de manchas rojas.
¡Joder, chaval! ¡Qué susto! le digo, y noto que él también ha tenido que sufrir ese microinfarto de película de miedo, porque sus ojos están abiertos de par en par mostrando un rostro tan inexpresivo como inquietante. Buen disfraz.
Se ha quedado paralizado y, sin cambiar el gesto, contesta:
¿Qué disfraz?